miércoles, 26 de agosto de 2009

La memoria involuntaria



Releyendo el otro día uno de los primeros libros de Umbral, me detuve en una referencia que hace de Marcel Proust en la que relata que, según el famoso escritor francés, en el olfato reside la memoria involuntaria que es la que nos depara las más secretas sensaciones.

No sé si Proust escribió esta afirmación, así exactamente y con esta mismas palabras, pero la cita de Umbral creo que tiene su base en el conocido pasaje de Por el camino de Swann, la primera novela de las siete que componen la saga de En busca del tiempo perdido escritas por el novelista francés, y en la que el protagonista, al probar una magdalena mojada en una tila que su tía le ofrece, reconoce ese sabor y lo asocia con una serie de recuerdos de su niñez, la casa de sus padres, la plaza cercana a ella, las calles por las que caminaba,…..

No es exactamente el olfato el que despierta en este pasaje los recuerdos almacenados, sino el gusto o bien, ambos, porque en realidad, son los cinco sentidos los que extraen en ciertos momentos los archivos ocultos de nuestra memoria, cada vez más frecuentemente a medida que vamos envejeciendo.

Recuerdo haber leído algo de la saga de Proust con 19 o 20 años pero, también recuerdo que me resultó una literatura densa, vieja para mi juventud. Hoy, cuando me aproximo inexorablemente a la vejez, si vuelvo a releer a este escritor, seguramente estaré más cerca de su literatura y de sus teorías sobre la memoria involuntaria inspiradas, parece, por un célebre precursor de Freud, sobre todo porque mis recuerdos de una vida son grandes y se almacenan silenciosos, en los distintos lóbulos o hemisferios de mi cerebro.

Por ejemplo, según dicen los estudiosos del cerebro, los recuerdos visuales se archivan en el lóbulo occipital del cerebro, mientras que los auditivos se registran en el lóbulo temporal derecho y las estructuras cerebrales que procesan el gusto y el olfato son diferentes, funcional y anatómicamente, de las que procesan vista y oído. También parece que los recuerdos asociados a fuertes emociones están más profundamente grabados y que grabamos mejor las impresiones visuales que las olfativas y que estas nos resultan muy difíciles de describir pero nos evocan recuerdos de forma muy intensa y especialmente asociados a emociones de nuestra infancia, cuando el cerebro, sin que tu lo intuyas, está siendo sometido a un constante aprendizaje.

Es verdad que me resulta imposible describir con palabras como es el olor a tierra mojada o el de la leña ardiendo en la chimenea, o el de la carbonilla de los trenes a vapor en que he viajado, pero esos olores y el de cientos de ellos están en mis recuerdos tal vez desde la primera vez que percibí aquel olor y desde entonces, mi memoria involuntaria se dispara y los procesa y activa cada tarde de verano que la tormenta descarga en la lejanía o cuando paseo una fría mañana de invierno por las calles de un pueblo serrano.

Como niño nacido en la meseta, lejos del mar, tengo recuerdos de los veranos en que lo fui conociendo de la mano de mis padres. Me parecía infinito, peligroso y atractivo a la vez, heladas y cálidas sus aguas pero sobre todo, tengo grabado el recuerdo del olor a mar, del olor a salitre. Cada verano, cuando volvíamos al mar, la primera impresión era olfativa. ¡Ya huele a mar! - decíamos emocionados mi pequeña hermana y yo- cuando todavía nos faltaban unas decenas de kilómetros para verlo. También la humedad marina que se te adhería al brazo, asomado a la ventanilla del autocar, llamaba al recuerdo de iguales sensaciones.

Recuerdo voces que ya nunca jamás volverán a sonar, pero se han quedado ahí grabadas, como registros sonoros del pasado. Reconocería en cualquier momento la voz de mi padre o de mi madre, también la de mi abuela y la de muchas personas que quise y se fueron. También recuerdo como en la lejanía, el sonido de una radio y una canción a través del patio de vecindad y esa canción hoy me devuelve a mi pequeña habitación de la casa paterna y al igual que el protagonista de Proust, vuelvo a ver la mesa donde me sentaba a estudiar, y la estantería donde empezaban a nacer mis libros, y el plato con la merienda de pan y membrillo a medio terminar.

A veces veo a mi mujer, tomar un poco de membrillo de postre y me vienen al recuerdo aquellas meriendas, los sabores, los puestos del mercado cercano a nuestra casa, el tendero que cortaba cuidadosamente el dorado bloque de membrillo y mi madre a mi lado, muy alta y muy joven, y empiezo a desplegar círculos concéntricos que se abren como cuando lanzas una piedra al agua, y fuera del mercado están las calles por las que pasé tantas veces, y el colegio en el que aprendí lo poco que sé y mis amigos y mis primeros amores y pienso que estoy buscando el tiempo perdido, el tiempo pasado y ese no se puede encontrar.

Ese solo está en mi memoria involuntaria y aparece cuando ella quiere.

De forma involuntaria.

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