martes, 27 de octubre de 2009

John McTiernan - René Magritte

El otro día repusieron en la tele la pelicula “El caso de Thomas Crown” en su versión moderna, la del director John McTiernan y que es un remake de la primitiva estrenada en 1964, dirigida por Norman Jewison y en la que los principales actores eran Steve McQueen y Faye Dunaway.

En esta última versión, que es la única que he visto y por cierto, innumerables veces, el tal Thomas Crown (interpretado por Pierce Brosnan) es un multimillonario y distinguido individuo que con la idea de divertirse y demostrar su capacidad como triunfador planea el robo de un Monet del Museo Metropolitano de Nueva York lo cual consigue. Posteriormente se cruzará en su camino una bella detective (René Russo) que trabaja para la agencia de seguros del museo y que en su investigación empezará a sospechar de él convirtiéndose la película en un juego de escaramuzas y seducción por ambas partes.

En esta película, cada vez que la veo, hay un detalle que siempre me resulta interesante y es el juego que John Mc Tiernan recrea en base al famoso cuadro del pintor surrealista René Magritte titulado “El hijo del hombre” también conocido popularmente como “El hombre del bombin”.

En este cuadro, Magritte pinta a un hombre que dicen, es su autorretrato, tocado con un bombín y una corbata roja y al que una verde manzana le oculta el rostro dejando al descubierto un ojo que parece observarnos. El hombre está delante de un muro a cuyas espaldas se adivina el mar y extrañamente, su brazo izquierdo da la impresión de que estuviera retratado desde un observador situado detrás pues se nota la prominencia del codo marcada en la manga de su chaqueta.

Es un cuadro misterioso, como toda la pintura de los surrealistas, de los que nunca sabemos realmente que nos quieren decir dejándonos el campo abierto para que elaboremos nuestras propias conjeturas.

Magritte tituló su cuadro como “El Hijo del hombre” y por tal motivo, se ha formulado por los analistas la teoría de una simbología con Adán por aquello del hijo del Hombre y la manzana que en este caso representaría la tentación del hombre moderno.

A Magritte, que pintó este cuadro en 1964 tres años antes de su muerte, se le preguntó por el significado de su cuadro y el contestó: "La manzana oculta lo visible pero oculta el rostro de la persona. Detrás de todo lo que vemos se esconde otra cosa pero siempre queremos ver lo que está oculto por lo que vemos. Hay un interés en lo que está oculto y lo visible, que no se nos muestra. Este interés puede provocar un sentimiento muy intenso, una especie de conflicto, se podría decir, entre lo visible, lo oculto y lo visible que está presente".

Se podría decir que Magritte ha retratado el interés que todos tenemos por saber lo que hay detrás de cada uno de los seres que vemos y el conflicto que nos genera no saber la verdadera identidad del que nos mira y nos conoce y del que nosotros no sabemos nada y del que intentamos imaginarnos como es y cuales pueden ser sus modos y sus intenciones. No hay nada que preocupe más al ser humano y que le produzca más sentimiento de inferioridad que enfrentarse a lo desconocido. El no poder ver completamente al hombre que estás viendo y con el que te has de batir. Lo que ves, a veces oculta lo que realmente querrías ver.

Con respecto a John McTiernan, no sé cual es el mensaje que intentó transmitir con la repetida aparición de este cuadro a lo largo de la pelicula. Lo muestra en la visita que hacen la investigadora y Crown al museo. Aparece otra vez cuando ella insinúa que el cuadro robado está debajo del Magritte. En la habitación desde donde la policía sigue la entrada del ladrón en el museo hay también colgada una reproducción del cuadro.

El final de la película cuando Thomas Crown, disfrazado como el hombre del cuadro, con bombín y corbata roja, devuelve el cuadro en el museo creando la confusión entre los policías que le esperan mientras van apareciendo numerosos individuos vestidos igual que él y que portan maletines idénticos de los que al abrirse aparecen fotocopias del cuadro de “El hijo del hombre” es espectacular. La voz de Nina Simone como fondo de la escena con la canción “Sinnerman” le da un ritmo trepidante a la acción.

A lo mejor John McTiernan en su cinta ha querido hacer un símil entre lo que vemos y lo que nos oculta aquello que estamos viendo. Tal vez, no ha querido representar ningún significado ni idea y simplemente, le gustó la imagen del hombre del cuadro para el personaje de su película.

Un detalle a mencionar es que, este cuadro pertenece a una colección particular y no está colgado en la pared de ningún museo y mucho menos en el Metropolitan Museum de Nueva York donde se desarrolla la acción y que tampoco fue rodada allí sino en la Biblioteca Nacional pues no se le dió permiso para rodar los interiores en dicho museo.

En cualquier caso, la película engancha, la vuelves a ver entera siempre que la reponen y sobre todo, sirve para recordar a un gran genio como Magritte.

domingo, 18 de octubre de 2009

Utopía y distopía



Utopía se llama la isla que creó la imaginación del humanista inglés Thomas More en una de sus obras en la que describe una sociedad formada por los utópicos, seres que viven felizmente en un sistema en el que todo es de todos y en el que nadie pasa privaciones, donde todo el mundo respeta la opinión de los demás pero en el que se sigue un orden impuesto y se respetan las leyes dictadas por un sistema de gobierno.

Utopía deberá el nombre a su conquistador el Rey Utopo, el cual, posteriormente a la conquista, ha transformado la topografía de la isla, abriendo un canal para crear un mar interior en el que, al estar rodeado de tierra, no existe el oleaje lo cual permite navegar por él y comunicarse con las cincuenta y cuatro ciudades que existen en la isla y cuya capital llamada Amaurota se sitúa en el centro de la misma.

El Rey Utopo, es también el responsable de haber convertido a las gentes bárbaras e ignorantes que la habitaban antiguamente en un pueblo trabajador, humanitario y noble ejemplo para todas las sociedades del mundo.

La obra, premonitoria del pensamiento socialista - fue escrita en el año 1516 - relata la organización y la forma de vida de las gentes que pueblan Utopía. El trabajo se desarrolla en aldeas por grupos de personas procedentes de las ciudades y que se dedican a la agricultura y a la cría de animales abasteciendo así de alimentos a la isla. Estos grupos viven en casas comunales gobernadas por un padre y una madre de familia con experiencia y edad avanzada y una vez pasada una temporada en la aldea y aprendido el oficio de la agricultura, regresan a la ciudad siendo sustituidos por un nuevo grupo al que previamente enseñarán lo aprendido. De esta forma, nadie ejerce durante largo tiempo un trabajo penoso como el de la agricultura, y se consigue que nunca falte gente que trabaje la tierra y proporcione el alimento que abastecerá a todos los habitantes de la isla.

En Utopía nadie cobra por trabajar pero nadie paga por comer ni por ninguna otra necesidad.

De Thomas More nos ha quedado su obra y la palabra utopía que derivada del griego significa: “lugar que no existe” y que figura en el diccionario de la RAE como: “Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”.

También de un inglés, del filósofo y economista John Stuart Mill, parece que procede el antónimo de la palabra utopía y que él denominará distopía en un discurso pronunciado en el parlamento británico en 1868 y que ha llegado hasta nuestros días y con la que definiría una sociedad opuesta a la de Utopía, una sociedad opresiva, agobiante y pesimista, la de un mundo asociado con la idea del totalitarismo.

La distopía es la otra cara de la utopía. Mientras que ésta representa la previsión de un futuro mejor, aquélla lo es de uno peor. La distopía es una utopía negativa, la antiutopía, donde la realidad transcurre en términos antitéticos a los de una sociedad ideal.

La literatura y el cine han acumulado un gran número de titulos en los que la sociedad distópica da lugar al argumento de la obra.

“Un mundo feliz”, “Los que vivimos”, “1984”, “Fahrenheit 451”, “La naranja mecánica”, “El planeta de los simios”, “Rollerboll”, “Mad Max", “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Blade Runner)”, “Terminator”, “Soy leyenda”, y otras muchas, forman parte de la larga colección de obras que han tratado el tema y han profetizado unos mundos futuros casi apocalípticos en los que a veces la supervivencia es prácticamente el pensamiento único.

La Gran Crisis económica que nuestro país atraviesa en estos últimos tiempos no ha necesitado del cine ni de la literatura para poner de manifiesto ese posible mundo apocalíptico, el mundo distópico que se cierne sobre nosotros.

Vivíamos en un mundo utópico, en un mundo casi feliz en el que el trabajo estaba asegurado, la sanidad y nuestras pensiones del futuro también. Utópicamente los seres ponían en marcha proyectos casi irrealizables. Se compraban casas, coches de alta gama y segundas residencias para los fines de semana que superaban en mucho el poder adquisitivo de los compradores. Los Bancos prestaban dineros utópicos, a proyectos utópicos y la maquinaria funcionaba silenciosamente engañándonos a todos.

Casi dos millones de inmigrantes llegaron de otras tierras movidos por la gran utopía, la del mundo donde había trabajo para todos, donde era posible dar alimento y hogar a los suyos, donde se podía emprender un proyecto de futuro. Muchos perdieron la vida en el camino cruzando desiertos o atravesando mares en pequeñas embarcaciones que les llevaban a ese mundo ideal.

Ahora, el individuo de la sociedad distópica que se va generando por la Gran Crisis que no cesa, se atrinchera en las casas que compró y que sabe que no podrá pagar. No abre el casillero donde se acumulan las demandas y las reclamaciones judiciales. No sabe si mañana su empresa habrá cerrado las puertas o si será el nominado a dejar su puesto. Muchos de los inmigrantes que llegaron se disponen a cruzar nuevos desiertos y también muchos de los nuestros se preparan para acompañarles.

“Mad Max” es posible y también “La naranja mecánica”.

¿Dónde compraremos las armas para defendernos?

jueves, 15 de octubre de 2009

Las corrupciones



Jesús Torbado construyó su libro “Las Corrupciones” - premio Alfaguara en el 65 - sobre la teoría de que tres son los conceptos que primero se corrompen en el ser humano: la fe en Dios, la fe en los hombres y la fe en uno mismo.

Me acuerdo que este libro, escrito en Paris por un joven de 22 años, fue casi un libro de cabecera para los de mi generación, para aquella juventud idealista y a veces existencialista que leía a Marx, a Sartre, a Camus, a Faulkner y a Kafka y pasaba las tardes de los domingos en los cine-clubs de los Colegios Mayores viendo complicadas películas, algunas en versión original, de directores como Buñuel, Bergman, Visconti, Truffaut o Chabrol y que obligaban a exprimirse el intelecto para luego, al término de la proyección, poder exponer una parrafada brillante en los coloquios que seguían a la misma.

Todo estaba cambiando en aquellos años y sin embargo, parecía que nada cambiaba. Existía algo parecido al gatopardismo, la teoría del autor de “El gatopardo”, Tomasi di Lampedusa, cuando escribía que: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie", solo que nosotros percibíamos que la realidad existente era: "cambiemos algo para que nada cambie".

“Las Corrupciones” fue un libro que indicaba el cambio; el cambio que todos estábamos experimentando aunque no nos apercibiéramos de ello. Muchos de nuestros esquemas o creencias se estaban mutando y formábamos una generación que transmitía de unos a otros, en plan “Fahrenheit 451”, los modelos y los ideales para cambiar el mundo que nos rodeaba pero también, las decepciones que íbamos sufriendo durante el camino.

Evidentemente lo primero que se nos había corrompido era la fe en Dios, porque a Él no lo necesitábamos ya para iniciar nuestro nuevo modelo de vida; al contrario, era un freno para nuestro desarrollo del subconsciente.

La fe en los hombres, en algunos hombres, fue nuestro motor, el motor que impulsaría unos años después los grandes movimientos estudiantiles que agitarían las grandes ciudades de Europa (Paris, Praga, etc). En esos primeros momentos solo se nos había corrompido la fe en los hombres que marcaban los destinos políticos de nuestros países y la fe en nuestros padres. Con los años, la fe en los nuevos hombres elegidos se corrompió a la misma velocidad que se fueron corrompiendo estos.

La fe en nosotros mismos, la necesitábamos para continuar avanzando sobre el modelo de vida proyectado y para apoyar a los hombres que cambiarían el mundo. Con el tiempo descubrimos que nuestras posibilidades eran limitadas, unas veces por nosotros mismos y otras por los escollos colocados por los elegidos. La corrupción de la fe en nosotros mismos dio lugar al conocimiento de nuestro yo y a la búsqueda de nuestro rincón en el mundo en el que organizar el tiempo futuro de vivir.

Después, a lo largo de la vida, hemos ido perdiendo la fe en muchas más ideas aparte de las citadas. Desgraciadamente, la corrupción es una constante que asoma su desagradable rostro en todas las actividades del hombre.

Se corrompe el amor cuando falta el deseo o el dinero. Se corrompe el proyecto ambicioso por culpa del precio de la “mordida”. Se corrompe la ayuda solidaria por la ambición del intermediario corrupto. Se corrompen los políticos, sean de la ideología que sean, cuando el dinero llama a su puerta.

Ahora que tanto se habla de corrupción y nos desayunamos y nos acostamos con la palabra metida en el coco, la sociedad necesita un vendaval que se lleve por los aires, igual que a las hojas secas, a todos los mentirosos, chorizos, oportunistas y trapicheros que nos corrompen el alma. Que se los lleve el viento.